El arca de la vida by Alexander McCall Smith

El arca de la vida by Alexander McCall Smith

autor:Alexander McCall Smith [McCall Smith, Alexander]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2003-04-22T16:00:00+00:00


* * *

Cuando mma Ramotswe regresó a Zebra Drive, ya empezaba a anochecer. La camioneta del señor J. L. B. Matekoni estaba estacionada en un lateral de la casa, en un sitio especial que ella había reservado para él, y ella hizo lo propio en el lugar acostumbrado, cerca de la puerta de la cocina. Había luces en la casa y oyó voces. Pensó que debían estar preguntándose dónde estaba y que estarían hambrientos.

Entró en la cocina, sacándose los zapatos de una sacudida al entrar. Motholeli estaba cortando zanahorias en su silla de ruedas, frente a la mesa de la cocina, y Puso removiendo algo que había en el fuego. Y el señor J. L. B. Matekoni, de pie detrás del chico, echaba un pellizco de sal en la mezcla de la olla.

—Hoy le haremos nosotros la cena —anunció el señor J. L. B. Matekoni—. Vaya a sentarse y ponga los pies en alto. Le avisaremos cuando esté lista.

Mma Ramotswe gritó de alegría.

—Será un placer; no sé por qué, pero estoy muy cansada —repuso ella.

Se fue hasta el salón y se dejó caer en su silla favorita. Aunque los niños ayudaban en la cocina, no era habitual que hicieran una comida entera. «Debe haber sido idea del señor J. L. B. Matekoni», dijo mma Ramotswe para sí, y el pensamiento la inundó de agradecimiento por tener a su lado a un hombre al que se le ocurriera cocinar. La mayoría de los maridos jamás haría eso —consideraban que las tareas domésticas eran indignas para ellos—, pero el señor J. L. B. Matekoni era diferente. Era como si entendiera a las mujeres, que tenían que cocinar todos los días de su vida, toda una procesión de ollas y sartenes que se extendía hasta el horizonte y parecía eterna. Las mujeres sabían lo que era eso, y soñaban con cazuelas y demás, y aquí había un hombre que daba la impresión de que lo entendía.

Se sentaron a la mesa media hora más tarde y mma Ramotswe miró orgullosa al señor J. L. B. Matekoni y a Puso mientras traían los platos con la deliciosa cena y los repartían en cada uno de los sitios. Después, como siempre, bendijo la mesa con la vista clavada en el mantel, como era debido.

—Señor, te rogamos que seas bondadoso con Botsuana —suplicó mma Ramotswe—. Y ahora que cada uno le dé las gracias por la estupenda comida que hay en nuestros platos. —Hizo una pausa. Había más cosas que decir sobre este punto, pero mma Ramotswe tuvo la sensación de que, de momento, lo que había dicho era suficiente y, dado que todos estaban hambrientos, lo mejor sería empezar a cenar.

—Esto está buenísimo —comentó después del primer bocado—. Estoy muy feliz de tener en casa unos cocineros tan buenos.

—Ha sido idea del señor J. L. B. Matekoni —admitió Motholeli—. Tal vez podría montar un restaurante: Tlokweng Road Speedy Restaurant.

El señor J. L. B. Matekoni se rió.

—Eso sería imposible. A mí sólo se me da bien arreglar coches; es lo único que sé hacer.



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